lunes, 12 de enero de 2015

"Las analfabetas". Paradojas de una cámara embrutecedora.

Ivana Perić

"Lo que puede por esencia un emancipado es ser emancipador:
dar, no la llave del saber, sino la conciencia de lo 
que puede una inteligencia cuando se considera 
igual a cualquier otra y considera cualquier otra como igual a la suya."

— Jacques Rancière 

A

Ir al cine es un ritual de suspensión de nuestro tiempo. Con cada filme se nos propone un ritmo que está fuera de las posibilidades de la realidad. En un minuto se nos muestra una vida; en un abrir y cerrar de ojos saltamos del pasado, al futuro, y de vuelta al pasado; en un momento vemos lo que otro ve, en otro vemos lo que ninguno. Es así como el lenguaje del cine no es lo que se dice, ni lo que ocurrió, es lo que se muestra. La imagen-en-movimiento es la unidad de sentido que refiere a este mundo, pero no es este mundo. “Basado en hechos reales”, “CASTING: Alfred Hitchcock - él mismo”, “Idea original: novela X” son, por lo tanto, todas frases que operan como una trampa. Una trampa porque sugieren que existe un régimen de verdad que puede o no puede identificarse con lo mostrado, sin embargo desplegarse en un dispositivo siempre ficcional. La trampa es ella misma expresiva: todo el punto es que su fuerza estará dada por la tesis atribuida al conjunto de imágenes de la que forma parte. “Basado en hechos reales” es una frase advertencia que inaugura un filme pretendiéndose fuera de él, como si la imagen en la que se incrusta no fuera parte de lo que está por mostrarse. El “él mismo” al lado de “Alfred Hitchcock” supone que ese gordito que vemos en la foto de celebración de aniversario en la que aparece el asesino[1], es ya en el filme Alfred Hitchcock. Como si ocupara el mismo lugar en ese y este mundo, o aún mejor, como si fuera una bisagra entre ambos: un pedazo de realidad en medio de la ficción, y un pedazo de ficción en medio de la realidad. “Idea original: novela X” sugiere que el estatus del cine es el de una traslación de un soporte a otro, como si en ello hubiera pérdida, como si fuera una copia de eso que ya se dijo, como si la originalidad estuviera en la historia y no en el propio despliegue del aparato cinematográfico.
  
B

El cine es una ficción que interrumpe con su tiempo. El autor no es la persona del director, sino que es quien aparece en la interrupción. Con cada filme se nos entrega un objeto que se nos hace por ello común. Lo que quiere decir que ni siquiera la persona del director, aunque porte suculenta biografía, tiene acceso privilegiado a la obra. En palabras de Edward Hopper “la respuesta está ahí, en el lienzo”. Es a partir del lienzo, de lo que está y de lo que no está en él pero a partir de él, que surge su lectura. La crítica, entonces, es esa lectura que disputa con otras el sentido de lo que se lee en la imagen, de lo que todos podemos leer porque está ahí, en lo que se nos muestra.
  
C

Las analfabetas (2013), primera entrega del chileno Moisés Sepúlveda, nos presenta a Ximena y lo que parece ser un problema. En el primer encuadre se nos muestra un popurrí de ídolos que nos adelanta la trama. Una imagen casi eterna compuesta por un Buda, un Cristo crucificado, velas encendidas, rosarios, quizá Vishnú y Kishna, todos ellos puestos exactamente alrededor de un viejo televisor. Es así como desde un inicio, echando mano al recurso de la duración exagerada de una imagen, se nos impone una clave interpretativa. Porque si se nos muestra sostenida en tiempo perceptible, es porque algo hay en ella que debemos descubrir. Cuestión que confirmamos cuando, a mediados del filme y a modo de recordatorio, vuelve a aparecer ese televisor adornado de ídolos. El recorrido al que nos hemos sometido hasta entonces nos pone en posición de comprenderla ahora como un anticipo. Ximena no lee dichas figuras con agudo criterio religioso, las concibe como la analfabeta que es; una que cree en las letras como trivialmente letras. Pero esa repetición no sólo trabaja reforzando el anticipo. En esa segunda aparición es cuando vemos que la sacralidad del Buda se halla en que alberga una carta que sintetiza todo el drama de Ximena: es lo único que su padre le deja antes de partir para no volver. Así, lo que en un inicio parecía ser un llamado de atención (el espectador, al ser sometido a mirar por largos minutos una imagen, se ve obligado a descifrarla), es explicado en la misma narración (el espectador, al verse enfrentado a la revelación del secreto, no lee sino que le leen la imagen). 


Las analfabetas es así un filme de lección.

E

Una vez que Ximena acepta que la desempleada y joven profesora Jacqueline le enseñe a leer, aparece la lógica del contrapunto. Si Ximena es analfabeta porque no sabe leer el diario, cartas de sus familiares, letreros en un paradero de micro, carteles que indican el horario de las misas; Jacqueline es analfabeta porque no sabe leer al otro, sus reacciones, su intimidad, su baile. De este modo vemos que ambas son a la vez maestras e ignorantes: mientras Jacqueline le enseña a leer el diario, Ximena le enseña a vivir a diario. Y ello no sólo se muestra en la constante progresiva de sus encuentros, sino que se impone ya con el uso del plural en el título del filme. No hay una analfabeta, hay analfabetas.
     Pero no será hasta el final que la construcción de la relación simétrica de quienes son a la vez maestro e ignorante (que no es lo mismo que ser un maestro ignorante) pierde fuerza de tesis decisiva. Porque la lectura de la carta del padre de Ximena no arroja más que la misma indiferencia de aquel que se fue para no volver. Si su motivación para aceptar que Jacqueline le enseñara a leer era encontrar en la carta razones de la partida de su padre, palabras de amor, o al menos expresiones de proximidad, sólo encontró lo que también las palabras pueden: daño. Lo que promete ser la clave del saber, se vuelve hacia final del filme una pura y dura decepción. Así, la superación del trauma implicado en aceptar someterse al proceso tradicional de enseñanza culmina en el mismo punto de partida. ¿Será que nos hace falta más que una lectura?

F

Nuestra posición en la relación simétrica de Ximena y Jacqueline es también la del aleccionado. Toda operación en el filme parece apuntar a generar empatía. Un ejemplo de ello es el uso particular del ruido, ambiente y dialogante: todo lo que los personajes piensan lo dicen; de la forma en que Ximena escucha música, nosotros escuchamos; si Jacqueline se emborracha, nosotros nos mareamos con ella. No hay espacio alguno para descifrar las emociones porque, como en el teatro, todo está ya nombrado. La tiranía de la palabra dicha reemplaza de ese modo a la potencialidad de la imagen. Así, no hay maestro ignorante donde opera la lógica explicadora, esa que supone que hay algunos que saben y otros que no, que entre ellos existe una distancia que se supera con la instrucción que, a su vez, afirma la jerarquía de las inteligencias.

G

Las analfabetas, como filme, se constituye sobre el supuesto que las imágenes son para nosotros, lo que para la primera Ximena son las letras. La paradoja, entonces, es que para mostrar las condiciones de vida de una analfabeta en el Chile de hoy, sus dramas cotidianos, su posición existencial, se tiene que tratar al espectador como un analfabeto. El aporte de este filme es, por lo tanto, presentarse como una buena muestra de lo que el cine no puede ser: una cuna de idólatras, esos que creen que nuestra realidad es verdad revelada en las imágenes y por eso pre-existente a ellas, esos que creen que al espectador hay que mostrarle lo que sólo sabe el director, el guionista, el cinéfilo, el profesor. Porque un filme no se nos explica, lo leemos, es que con Ximena protestamos: no nos traten como unos retardados. 



[1] En Dial M for murder (1954), filme del autor norteamericano Alfred Hitchcock. 



El texto como resistencia.

Nicolás Ried

La gran promesa imposible es: algún día aprenderemos. Una lectura sobre nuestra vida en comunidad se basa en esa promesa y nos dice que algún día aprenderemos a gobernarnos a nosotros mismos, que la comunidad en que nos gobernamos de buena manera algún día llegará si seguimos los pasos correctos: los expertos nos dicen que algún día nos daremos cuenta de nuestro error, actuaremos de buena manera y conoceremos por fin la verdadera comunidad política.
Pero, hay otra lectura sobre nuestras prácticas en comunidad. En ella no hay un experto que nos exprese algo como un reproche, sino que somos nosotros mismos quienes nos decimos: no hay qué aprender, porque no nos pueden enseñar.
Una lectura nos presenta un mundo que viene, un mundo en que no necesitaremos a alguien que nos enseñe, nos presenta una verdadera profecía sobre nosotros mismos: algún día seremos otros, nosotros en verdad. Bajo la otra lectura no comenzamos desde el punto de un desconocimiento relevante sobre nosotros mismos, sino del presupuesto que los problemas comunes sólo pueden ser solucionados por nosotros, porque la biografía de nuestra comunidad es una y la misma, porque es una temporalidad común: nadie viene del futuro, nadie se quedó en el pasado. Aunque también es una lectura rebelde, que regaña a los que pretenden tener autoridad sobre nosotros, sobre lo político. Una lectura promete un imposible, la otra desestabiliza la confianza en esa promesa. Aquella es una versión escatológica de lo político, esta es una lectura crítica de lo político.
Si voy al psicoanalista lo hago porque busco respuestas a mis problemas, lo que no significa que él las tenga, pero sí que le atribuyo cierta autoridad para ello: él me da lo que permito que me entregue. Pero lo que busco, en principio, él no lo tiene: abandono el rito psicoanalítico cuando entiendo que el psicoanalista no tiene respuestas, que es un pobre imbécil. Lo que sí, el psicoanalista me entrega el camino para darme cuenta de ese déficit, de ese estatus en que yo compruebo mi igualdad con él: el psicoanalista, en el rito psicoanalítico, funciona como el motor de una máquina de hacer huellas que sólo sirve para borrar sus propias huellas. Este proceso de auto-cultivo que me llevó a la conclusión de la igualdad entre el paciente y el experto es aprender de lo que siempre supe: aprender mi igualdad a la autoridad psicoanalítica es lo que necesito. En este sentido, la actividad de psicoanalizarse es una práctica en sí misma crítica y cultivadora de sí; la terapia consiste en una práctica de sí, y no en una promesa de mejora, como lo podría ser la medicación: la lectura crítica de lo político es al psicoanálisis, como la lectura escatológica es a una píldora metafísica.
Tal como el paciente requiere del psicoanalista, el estudiante necesita del profesor para conocer el mundo y resolver problemas de cierto nivel técnico que requieren de una experticia. El estudiante pregunta, el profesor responde; el estudiante aprende, y el profesor le expone un nuevo conocimiento que estaba oculto hasta ese momento: hay una brecha irreparable entre sus saberes, o como diría Jacques Rancière, hay un daño sobre la igualdad entre ambos que debe ser tratado. El momento en que el estudiante deja de necesitar al profesor no es cuando éste no tiene más que enseñarle a aquel (porque esa brecha de conocimiento entre ambos puede reproducirse infinitamente), sino cuando lo problemas que tiene el estudiante no pueden ser resueltos por el profesor, debido a que son problemas comunes a ambos: la emancipación del estudiante pasa por reconocer en el profesor a un igual, por reconocer que los problemas del profesor son también los suyos, que ambos son problemas políticos, que ellos dos son igual de participantes de la polis: que ambos son ciudadanos, políticos.
En Chile, entre los años 2006 y 2011, se gestó un proceso que configuró un cuestionamiento general en contra de un sistema político-económico, pero junto con ello también se gestó una reconfiguración de la propia identidad, en que los estudiantes que lideraron el procedimiento de protesta social se preguntaron: ¿no somos, acaso, “políticos” antes que “estudiantes”? La puesta en cuestión del estatus restringido de lo político fue el dilema que configuró esa movilización estudiantil, en que los estudiantes reposaban su condición de tales, ponían a descansar su actividad propia (“estudiar”) y hacían política. La policía que constituían los “expertos” y los “políticos” los miraban con gracia, la gracia de alguien que sabe lo que hace y les preguntaban: Está bien, pusieron en la esfera pública un problema y eso es loable, pero ¿cuándo van a dejar que actuemos nosotros, los expertos? Este texto surge como una respuesta a esa pregunta: para aquel problema que nos es común a todos, no hay expertos.
El modo en que se reconfigura una identidad, como es la del “estudiante” respecto a la del “político”, es un modo de resistencia hacia una lógica que pretende clasificar y determinar identidades ciertas, claras y pasivas. Resistir a esa lógica es negar su capacidad diferenciadora, negar su poder esencializador, negar su autoridad inmutable. Resistencia que, sin embargo, no puede ser privada: sabemos desde Ludwig Wittgenstein que los lenguajes privados no son el caso básico del lenguaje, y por ello todo acto de resistencia debe ser público: nadie es un rebelde de manera privada, nadie quebranta una norma en la soledad de una isla, nadie ama en secreto. Este texto es una resistencia, porque la idea de un texto es esencialmente pública y profana: pública, porque la escritura privada es un mecanismo análogo al de la consciencia interna, la que para efectos de los problemas de nuestra comunidad no comunica; profana, porque no sacraliza texto alguno, porque cualquiera puede escribir y cualquiera puede leer. La idea de la escritura como resistencia, se opone a la idea de la escritura como un milagro: los textos se oponen a la Sagrada Escritura. No hay textos sagrados porque cualquiera en la comunidad puede escribir, porque cualquiera puede leer: cualquiera puede ser escritor, porque cualquiera puede ser lector; los textos no bajan del cielo, porque sus autores son siempre alguien en la comunidad, nunca alguien externo a ella.
El texto es resistencia de aquella primera autoría sagrada, es falta de respeto ante ella: si Dios escribió un libro, cualquiera de nosotros también puede hacerlo. A diferencia de él, no nos arrogamos la verdad subyacente a las palabras que anotamos, sino que arrojamos cada una de ellas al escrutinio de la comunidad: como herramientas, los textos permiten abrir la verdad de nuestra comunidad, pero jamás la contienen. Construyendo un texto, construimos el gran texto de lo común.
Y este texto es resistencia: resistencia de un estudiante que abandonó las prácticas disciplinantes y escribió. Escribí, en definitiva. Lo hice en horarios de clases, en horarios de estudios, en horarios de descanso, en horarios de escritura: escribí. La universidad, que se transformó en una máquina productora de promesas incumplidas de origen, que traduce los proyectos de vida en títulos de cartón, que abandonó su pasión por acumular curiosos, que dejó de escribir por enseñar a creer; esa universidad que acoge para enseñar conocimientos útiles, me permitió el tiempo para escribir: tiempo tomado para escribir, tiempo recobrado en este texto, que en definitiva es cualquier tiempo. Ante la disciplina de la no-escritura, este texto es un impensable: un producto de un tiempo que no existe, de una disciplina que carece de utilidad, porque para ella hay expertos, porque esos problemas son problemas de otros, de aquel gran otro que somos todos.
Suspendí mi actividad de estudiante, dejé de estudiar, para escribir; dejé de ser estudiante, para ser escritor, para ser político, actividades sagradas e impropias de un estudiante. Los textos que este libro contiene fueron producidos en el contexto de una comunidad universitaria ante la cual fueron puestos bajo escrutinio: son textos presentados en congresos, coloquios, seminarios y revistas, presentados ante amigas, ante amigos, ante compañeras y compañeros, con motivo de festejos o solemnidades, para iniciar una conversación, puestos en el foro público como objetos comunes, esto es: cuestiones políticas, en el sentido que permitían un debate y un diálogo que abría la relación comunitaria; objetos comunes como aquellos elementos de unión entre los iguales, entre los que leen y los que escriben, entre todos. Textos que son resistencias como producción estudiantil, que son resistencia ante la disciplina de las esferas académicas, resistencias ante los modos de hacer política.
El texto es ese gran objeto común, el que presenta todo en sí mismo, el que no esconde una realidad bajo él, el que se muestra desnudo, y que por ello sirve como una excusa de la comunidad: se articula el diálogo a través de una idea, y la idea es la que produce disenso, el disenso fundamental de la comunidad que es política. No hay comunidad después del consenso, sino fundamentada en el disenso y precisamente por él: la idea que contiene un texto es la que une en el desacuerdo a unos y otros, a los que escriben y leen su texto de un modo que el que lee reescribe. En la comunidad política hay los que comprenden que su idea es una actividad política porque permite que haya lectores y escritores; hay, por otra parte, los que creen que revelan una verdad que el otro, el lector, no sabía y que mediante el acto de leer lo escrito aprehende algo de esa verdad. Con independencia de cada uno de ellos, el texto no contiene más verdad que el hecho de permitir la escritura y la lectura, el hecho de servir de condición para lo político.

Lo común de los iguales.

Lo que los iguales tienen en común, es en lo que lo que los comunes participan por igual: la comunidad, aquel espacio construidos por todos, de pertenencia de cada uno.
Lo político no es mucho más que eso: es la forma común que adopta un problema. Lo político es el problema común, aquel que puede solucionar cualquiera, pero que corresponde a todos hacerlo. La construcción de la comunidad es el principal problema, el primer problema político que nos invita a vivir, que nos invita a tejer: el tejido que es un texto, que es la escritura.
La escritura política es la forma que aquí adopta la comunidad.